viernes, 25 de septiembre de 2015

Preparación para el Trabajo Final (Grupos C y D)

Propuesta de trabajo final para el grupo C
En parejas.
Elegir un objeto (puede ser una imagen, un libro, una obra de arte, una artesanía) que te ayude a reflexionar sobre alguno de los temas vistos durante todo el curso.
Prepararse para presentarlo al grupo y describir cómo se lo puede vincular a alguno de los temas estudiados (tanto en Derechos Humanos, como en cultura en general).
La presentación se realizará el último día de clase y no debe superar los 6 minutos de duración.

Propuesta de Trabajo Final para el grupo D
Escribir una breve reflexión individual sobre alguno de los temas vistos en todo el curso sobre Derechos Humanos.
Tamaño: entre 250 y 500 palabras.
Enviar por mail a: stellabaygorria@gmail.com hasta las 19.00 del 09/10/15.
Considerar que los trabajos corregidos serán divulgados en el Blog del curso. 

jueves, 17 de septiembre de 2015

Los pocillos (Mario Benedetti in Montevideanos, 1959)

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.
Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.
La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor.” “A tu derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.”
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No.”
    “¿Querés que te sea sincero?”
“Claro.”
    “Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
En la época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
“De todos modos debería ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
“Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.”
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. Él menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
“Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí.”
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
    A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.”
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.”
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia.
Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.”


(1959)


Después de la lectura

1. Temas planteados.
2. Describir a los personajes.
3. Caracterizar al narrador.


Para profundizar

  1. ¿Cómo se sentía Mariana respecto a José Claudio?
  2. ¿Cómo se sentía Alberto respecto a José Claudio?
  3. ¿Qué motivaciones tiene Mariana para convertirse en amante de Alberto?
  4. La concepción del “querer” para Mariana y ¿cómo se cumple con Alberto y no con José Claudio?
  5. ¿De qué manera el narrador nos hace cómplices de Mariana, justificándonos su engaño y haciéndonos ver a José Claudio desde afuera, desde la óptica de ella?

Para debatir

  1. ¿José Claudio merecía eso?
  2. ¿Mariana fue tolerante?
  3. ¿Cómo calificar la actitud de Alberto?
  4. ¿Qué actitud tendría que haber tenido José Claudio para evitar lo que sucedió?
  5. Si hubiera sido Mariana la que quedase ciega: ¿Cómo habría respondido José Claudio? ¿Alberto igual se hubiera convertido en su amante?

A escribir

Elegir una de las dos opciones y escribir una carta,

a. La tarde siguiente a la sorpresiva contestación de José Claudio, Mariana resuelve escribirle una carta explicando por qué actuó del modo en que lo hizo. 



José Claudio:

Te escribo para explicarte todo. Si pudiste ver el color del pocillo, vas a poder leer esta carta. Ya sé que te crees la peor víctima del mundo, pero quiero que sepas que yo...
 
b. José Claudio ha estado viendo a su hermano haciéndole cálidas caricias a Mariana. Toda la rabia que ha venido acumulando, la expresa en una carta que terminó de escribir en la mañana del día del descubrimiento.


Querida Mariana:

¿Sabés que cada día te veo más linda?

Es una alegría para mí ver que las dos personas en que yo más confiaba me engañan frente a mis ojos. En serio, me encanta que te lleves bien con Alberto, él sí que es bueno, aparte acaricia bien, ¿no?...
 
 
Las actividades de análisis de este cuento fueron elaboradas y adaptadas en base a lo propuesto por el Prof. Camilo Baráibar. Disponible en:


Tipos de narrador

El narrador es un personaje creado por el autor que tiene la misión de contar la historia. Hay diferentes tipos de narrador según la información de que dispone para contar la historia y del punto de vista que adopta.

De 3ª persona

Narrador omnisciente (que todo lo sabe). Es aquel cuyo conocimiento de los hechos es total y absoluto. Sabe lo que piensan y sienten los personajes: sus sentimientos, sensaciones, intenciones, planes.

Narrador observador. Sólo cuenta lo que puede observar. El narrador muestra lo que ve, de modo parecido a como lo hace una cámara de cine.
De 1 ª persona

Narrador protagonistaEl narrador es también el protagonista de la historia (autobiografía real o ficticia).

Narrador personaje secundario. El narrador es un testigo que ha asistido al desarrollo de los hechos.

Fuente: http://www.materialesdelengua.org


s.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Golpe


- Mamá - dijo el niño - ¿Qué es un golpe?

- Algo que duele muchísimo y deja de color violeta el lugar donde te diste.

El niño volvió a su cuarto y apagó la radio, después fue a la puerta de su casa: todo el país que entraba en su mirada tenía un color violeta.


Pía Barros
(Escritora chilena contemporánea)

Este cuento fue adaptado para fines didácticos en el grupo A-B de la profesora Estela Kallay. 

Los títulos que detallamos a continuación fueron sugeridos por los alumnos.

"Al mirar por la puerta"
"Un golpe compartido"
"El color de la violencia"
"Una verdad fea"
"El color del dolor"
"Un golpe figurado"
"Desde los ojitos de un niño"
"Ojo violeta"
"Lo que no se ve no se siente"
"El moretón de Chile"


S.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Pesadillas (Julio Cortázar - Deshoras)

Esperar, lo decían todos, hay que esperar porque nunca se sabe en casos así, también el doctor Raimondi, hay que esperar, a veces se da una reacción y más a la edad de Mecha, hay que esperar, señor Botto, sí doctor pero ya van dos semanas y no se despierta, dos semanas que está como muerta, doctor, ya lo sé, señora Luisa, es un estado de coma[1] clásico, no se puede hacer más que esperar. Lauro también esperaba, cada vez que volvía de la facultad se quedaba un momento en la calle antes de abrir la puerta, pensaba hoy sí, hoy la voy a encontrar despierta, habrá abierto los ojos y le estará hablando a mamá, no puede ser que dure tanto, no puede ser que se vaya a morir a los veinte años, seguro que está sentada en la cama y hablando con mamá, pero había que seguir esperando, siempre igual m'hijito, el doctor va a volver a la tarde, todos dicen que no se puede hacer nada. Venga a comer algo, amigo, su madre se va a quedar con Mecha, usted tiene que alimentarse, no se olvide de los exá­menes, de paso vemos el noticioso. Pero todo era de paso allí donde lo único que duraba sin cambio, lo único exactamente igual día tras día era Mecha, el peso del cuerpo de Mecha en esa cama, Mecha flaquita[2] y livia­na, bailarina de rock y tenista, ahí aplastada[3] y aplastando a todos desde hacía semanas, un proceso viral complejo, estado comatoso, señor Botto, imposible pronosticar, señora Luisa, nomás que sostenerla y darle todas las chancesa esa edad hay tanta fuerza, tanto deseo de vivir. Pero es que ella no puede ayudar, doctor, no comprende nada, está como, ah perdón Dios mío, ya ni sé lo que digo.
Lauro tampoco lo creía del todo, era como un chiste[4] de Mecha que siempre le había hecho los peores chistes, vestida de fantasma en la escalera, escondiéndole un plumero[5] en el fondo de la cama, riéndose tanto los dos, inventándose trampas, jugando a seguir siendo chicos. Proceso viral complejo, el brusco apagón[6] una tarde después de la fiebre y los dolores, de golpe el silencio, la piel cenicienta[7], la respiración leja­na y tranquila. Única cosa tranquila allí donde médicos y aparatos y aná­lisis y consultas hasta que poco a poco la mala broma de Mecha había sido más fuerte, dominándolos a todos de hora en hora, los gritos deses­perados de doña Luisa cediendo después a un llanto[8] casi escondido, a una angustia de cocina y de cuarto de baño, las imprecaciones[9] paternas divi­didas por la hora de los noticiosos y el vistazo al diario, la incrédula rabia de Lauro interrumpida por los viajes a la facultad, las clases, las reunio­nes, esa bocanada de esperanza cada vez que volvía del centro, me la vas a pagar, Mecha, esas cosas no se hacen, desgraciada, te la voy a cobrar, vas a ver. La única tranquila aparte de la enfermera tejiendo[10], al perro lo habían mandado a casa de un tío, el doctor Raimondi ya no venía con los colegas, pasaba al anochecer y casi no se quedaba, también él parecía sentir el peso del cuerpo de Mecha que los aplastaba un poco más cada día, los acostumbraba a esperar, a lo único que podía hacerse.
Lo de la pesadilla empezó la misma tarde en que doña Luisa no encontraba el termómetro[11] y la enfermera, sorprendida, se fue a buscar otro a la farmacia de la esquina. Estaba hablando de eso porque un ter­mómetro no se pierde así nomás cuando se lo está utilizando tres veces al día, se acostumbraban a hablarse en voz alta al lado de la cama de Mecha, los susurros del comienzo no tenían razón de ser porque Mecha era inca­paz de escuchar, el doctor Raimondi estaba seguro de que el estado de coma la aislaba de toda sensibilidad, se podía decir cualquier cosa sin que nada cambiara en la expresión indiferente de Mecha. Todavía habla­ban del termómetro cuando se oyeron los tiros[12] en la esquina, a lo mejor más lejos, por el lado de Gaona. Se miraron, la enfermera se encogió de hombros[13] porque los tiros no eran una novedad en el barrio ni en ninguna parte, y doña Luisa iba a decir algo más sobre el termómetro cuando vie­ron pasar el temblor[14] por las manos de Mecha. Duró un segundo pero las dos se dieron cuenta y doña Luisa gritó y la enfermera le tapó la boca, el señor Botto vino de la sala y los tres vieron cómo el temblor se repetía en todo el cuerpo de Mecha, una rápida serpiente corriendo del cuello hasta los pies, un moverse de los ojos bajo los párpados, la leve crispación[15] que alteraba las facciones, como una voluntad de hablar, de quejarse, el pulso más rápido, el lento regreso a la inmovilidad. Teléfono, Raimondi, en el fondo nada nuevo, acaso un poco más de esperanza aunque Raimondi no quiso decido, santa Virgen, que sea cierto, que se despierte mi hija, que se termine este calvario, Dios mío. Pero no se terminaba, volvió a empe­zar una hora más tarde, después más seguido, era como si Mecha estuvie­ra soñando y que su sueño fuera penoso y desesperante, la pesadilla vol­viendo y volviendo sin que pudiera rechazada, estar a su lado y mirada y hablarlee sin que nada de lo de fuera le llegara, invadida por esa otra cosa que de alguna manera continuaba la larga pesadilla de todos ellos ahí sin comunicación posible, sálvala, Dios mío, no la dejes así, y Lauro que vol­vía de una clase y se quedaba también al lado de la cama, una mano en el hombro de su madre que rezaba[16].
Por la noche hubo otra consulta, trajeron un nuevo aparato con ventosas y electrodos que se fijaban en la cabeza y las piernas, dos médicos amigos de Raimondi discutieron largo en la sala, habrá que seguir esperando, señor Botto, el cuadro no ha cambiado, sería impru­dente pensar en un síntoma favorable. Pero es que está soñando, doc­tor, tiene pesadillas, usted mismo la vio, va a volver a empezar, ella siente algo y sufre tanto, doctor. Todo es vegetativo, señora Luisa, no hay conciencia, le aseguro, hay que esperar y no impresionarse por eso, su hija no sufre, ya sé que es penoso[17], va a ser mejor que la deje sola con la enfermera hasta que haya una evolución, trate de descansar, señora, tome las pastillas que le di.
Lauro veló junto a Mecha hasta medianoche, de a ratos leyendo apuntes para los exámenes. Cuando se oyeron las sirenas pensó que hubiera tenido que telefonear al número que le había dado Lucero, pero no debía hacerla desde la casa y no era cuestión de salir a la calle justo después de las sirenas. Veía moverse lentamente los dedos de la mano izquierda de Mecha, otra vez los ojos parecían girar bajo los párpados. La enfermera le aconsejó que se fuera de la pieza, no había nada que hacer, solamente esperar. «Pero es que está soñando», dijo Lauro, «está soñando otra vez, mírela». Duraba corno las sirenas ahí afuera, las manos parecían buscar algo, los dedos tratando de encontrar un asidero en la sábana. Ahora doña Luisa estaba ahí de nuevo, no podía dormir. ¿ Por qué -la enfermera casi enojada- no había tornado las pastillas del doctor Raimondi? «No las encuentro», dijo doña Luisa corno perdi­da, «estaban en la mesa de luz pero no las encuentro». La enfermera fue a buscarlas, Lauro y su madre se miraron, Mecha movía apenas los dedos y ellos sentían que la pesadilla seguía ahí, que se prolongaba interminablemente como negándose a alcanzar ese punto en que una especie de piedad, de lástima final la despertaría corno a todos para res­catarla del espanto. Pero seguía soñando, de un momento a otro los dedos empezarían a moverse otra vez. «No las veo por ninguna parte, señora», dijo la enfermera. «Estamos todos tan perdidos, uno ya no sabe adónde van a parar[18] las cosas en esta casa».
Lauro volvió tarde la noche siguiente, y el señor Botto le hizo una pregunta casi evasiva[19] sin dejar de mirar el televisor, en pleno comentario de la Copa. «Una reunión con amigos», dijo Lauro bus­cando con qué hacerse un sándwich. «Ese gol fue una belleza», dijo el señor Botto, «menos mal que retransmiten el partido para ver mejor esas jugadas campeonas». Lauro no parecía interesado en el gol, comía mirando al suelo. «Vos sabrás lo que hacés, muchacho», dijo el señor Botto sin sacar los ojos de la pelota, «pero andate con cuidado». Lauro alzó la vista y lo miró casi sorprendido, primera vez que su padre se dejaba ir a un comentario tan personal. «No se haga proble­ma, viejo», le dijo levantándose para cortar todo diálogo.
La enfermera había bajado la luz del velador[20] y apenas se veía a Mecha. En el sofá, doña Luisa se quitó las manos de la cara y Lauro la besó en la frente.
-Sigue lo mismo --dijo doña Luisa-. Sigue todo el tiem­po así, hijo. Fijate, fijate cómo le tiembla la boca, pobrecita, qué esta­rá viendo, Dios mío, cómo puede ser que esto dure y dure, que esto ...
-Mamá.
-Pero es que no puede ser, Lauro, nadie se da cuenta como yo, nadie comprende que está todo el tiempo con una pesadilla y que no se despierta ...
-Yo lo sé, mamá, yo también me doy cuenta. Si se pudiera hacer algo, Raimondi lo habría hecho. Vos no la podés ayudar que­dándote aquí, tenés que irte a dormir, tomar un calmante y dormir.
La ayudó a levantarse y la acompañó hasta la puerta. «¿Qué fue eso, Lauro?», deteniéndose bruscamente. «Nada, mamá, unos tiros lejos, ya sabés». Pero qué sabía en realidad doña Luisa, para qué hablar más. Ahora sí, ya era tarde, después de dejada en su dormito­rio tendría que bajar hasta el almacén[21] y desde ahí llamado a Lucero.
No encontró la campera azul que le gustaba ponerse de noche, anduvo mirando en los armarios del pasillo por si su madre la hubiera colgado ahí, al final se puso un saco cualquiera porque hacía fresco. Antes de salir entró un momento en la pieza[22] de Mecha, casi antes de verla en la penumbra sintió la pesadilla, el temblor de las manos, la habitante secreta resbalando bajo la piel. Las sirenas afuera otra vez, no debería salir hasta más tarde, pero entonces el almacén estaría cerrado y no podría telefonear. Bajo los párpados[23] los ojos de Mecha giraban como si buscaran abrirse paso, mirado, volver de su lado. Le acarició la frente con un dedo, tenía miedo de tocarla, de contribuir a la pesadilla con cualquier estímulo de fuera. Los ojos seguían girando en las órbitas y Lauro se apartó, no sabía por qué pero tenía cada vez más miedo, la idea de que Mecha pudiera alzar los párpados y mirarlo lo hizo echarse atrás. Si su padre se había ido a dormir podría telefonear desde la sala bajando la voz, pero el señor Botto seguía escuchando los comentarios del parti­do. «Sí, de eso hablan mucho», pensó Lauro. Se levantaría temprano para telefonearle a Lucero antes de ir a la facultad. De lejos vio a la enfermera que salía de su dormitorio llevando algo que brillaba, una jeringa de inyecciones o una cuchara.
Hasta el tiempo se mezclaba o se perdía en ese esperar conti­nuo, con noches en vela o días de sueño para compensar, los parientes[24] o amigos que llegaban en cualquier momento y se turnaban para distraer a doña Luisa o jugar al dominó con el señor Botto, una enfermera suplente porque la otra había tenido que irse por una semana de Buenos Aires, las tazas de café que nadie encontraba porque andaban desparra­madas en todas las piezas, Lauro dándose una vuelta cuando podía y yéndose en cualquier momento, Raimondi que ya ni tocaba el timbre antes de entrar para la rutina de siempre, no se nota ningún cambio negativo, señor Botto, es un proceso en el que no se puede hacer más que sostenerla, le estoy reforzando la alimentación por sonda[25], hay que esperar. Pero es que sueña todo el tiempo, doctor, mírela, ya casi no des­cansa. No es eso, señora Luisa, usted se imagina que está soñando pero son reacciones físicas, es difícil explicarle porque en estos casos hay otros factores, en fin, no crea que tiene conciencia de eso que parece un sueño, a lo mejor por ahí es buen síntoma tanta vitalidad y esos reflejos, créame que la estoy siguiendo de cerca, usted es la que tiene que des­cansar, señora Luisa, venga que le tome la presión[26].
A Lauro se le hacía cada vez más difícil volver a su casa con el viaje desde el centro y todo lo que pasaba en la facultad, pero más por su madre que por Mecha se aparecía a cualquier hora y se quedaba un rato, se enteraba de lo de siempre, charlaba con los viejos, les inventaba temas de conversación para sacarlos un poco del agujero[27]. Cada vez que se acercaba a la cama de Mecha era la misma sensación de contacto imposible, Mecha tan cerca y como llamándolo, los vagos signos de los dedos y esa mirada desde adentro, buscando salir, algo que seguía y seguía, un mensaje de prisionero a través de paredes de piel, su llamada insoportablemente inútil. Por momentos lo ganaba la histeria, la segu­ridad de que Mecha lo reconocía más que a su madre o a la enfermera, que la pesadilla alcanzaba su peor instante cuando él estaba ahí mirán­dola, que era mejor irse enseguida puesto que no podía hacer nada, que hablarle era inútil, estúpida, querida, dejate de joder, querés, abrí de una vez los ojos y acabala con ese chiste barato, Mecha idiota, hermani­ta, hermanita, hasta cuándo nos vas a estar tomando el pelo[28], loca de mierda, pajarraca, mandá esa comedia al diablo y vení que tengo tanto que contarte, hermanita, no sabés nada de lo que pasa pero lo mismo te lo voy a contar, Mecha, porque no entendés nada te lo voy a contar. Todo pensado como en ráfagas de miedo, de querer aferrarse a Mecha, ni una palabra en voz alta porque la enfermera o doña Luisa no dejaban nunca sola a Mecha, y él ahí necesitando hablarle de tantas cosas, como Mecha a lo mejor estaba hablándole desde su lado, desde los ojos cerra­dos y los dedos que dibujaban letras inútiles en las sábanas[29].
Era jueves, no porque supieran ya en qué día estaban ni les importara pero la enfermera lo había mencionado mientras tomaban café en la cocina, el señor Botto se acordó de que había un noticioso especial, y doña Luisa que su hermana de Rosario había telefoneado para decir que vendría el jueves o el viernes. Seguro que los exámenes ya empezaban para Lauro, había salido a las ocho sin despedirse, dejan­do un papelito en la sala, no estaba seguro de volver para la cena, que no lo esperaran por las dudas. No vino para la cena, la enfermera consi­guió por una vez que doña Luisa se fuera temprano a descansar, el señor Botto se había asomado[30] a la ventana de la sala después del telejuego, se oían ráfagas de ametralladora[31] por el lado de Plaza Irlanda, de pronto la calma, casi demasiada, ni siquiera un patrullero, mejor irse a dormir, esa mujer que había contestado a todas las preguntas del telejuego de las diez era un fenómeno, lo que sabía de historia antigua, casi como si estuviera viviendo en la época de Julio César, al final la cultura daba más plata que ser martillero[32] público. Nadie se enteró de que la puerta no iba a abrirse en toda la noche, que Lauro no estaba de vuelta en su pieza, por la mañana pensaron que descansaba todavía después de algún examen o que estudiaba antes del desayuno, solamente a las diez se dieron cuenta de que no estaba. «No te hagás problema», dijo el señor Botto, «seguro que se quedó festejando algo con los amigos». Para doña Luisa era la hora de ayudarla a la enfermera a lavar y cambiar a Mecha, el agua templada y la colonia, algodones y sábanas, ya medio­día y Lauro, pero es raro, Eduardo, cómo no telefoneó por lo menos, nunca hizo eso, la vez de la fiesta de fin de curso llamó a las nueve, te acordás, tenía miedo de que nos preocupáramos y eso que era más chico. «El pibe[33] andará loco con los exámenes», dijo el señor Botto, «vas a ver que llega de un momento a otro, siempre aparece para el noticioso de la una». Pero Lauro no estaba a la una, perdiéndose las noticias deportivas y el flash sobre otro atentado subversivo frustrado por la rápida intervención de las fuerzas del orden, nada nuevo, tempe­ratura en paulatino descenso, lluvias en la zona cordillerana.
Eran más de las siete cuando la enfermera vino a buscar a doña Luisa que seguía telefoneando a los conocidos, el señor Botto esperaba que un comisario amigo lo llamara para ver si se había sabido algo, a cada minuto le pedía a doña Luisa que dejara la línea libre pero ella seguía buscando en el carnet y llamando a gente conocida, capaz que Lauro se había quedado en casa del tío Fernando o estaba de vuelta en la facultad para otro examen. «Dejá quieto el teléfono, por favor», pidió una vez más el señor Botto, «no te das cuenta de que a lo mejor el pibe está llamando justamente ahora y todo el tiempo le da ocupado, qué querés que haga desde un teléfono público, cuando no están rotos hay que dejarle el turno a los demás». La enfermera insistía y doña Luisa fue a ver a Mecha, de repente había empezado a mover la cabeza, cada tanto la giraba lentamente a un lado y al otro, había que arreglarle el pelo que le caía por la frente. Avisar en seguida al doctor Raimondi, difícil ubi­carlo[34] a fin de tarde pero a las nueve su mujer telefoneó para decir que lle­garía enseguida. «Va a ser difícil que pase», dijo la enfermera que volvía de la farmacia con una caja de inyecciones, «cerraron todo el barrio no se sabe por qué, oigan las sirenas». Apartándose apenas de Mecha que seguía moviendo la cabeza como en una lenta negativa obstinada, doña Luisa llamó al señor Botto, no, nadie sabía nada, seguro que el pibe tam­poco podía pasar pero a Raimondi lo dejarían por la chapa[35] de médico.
-No es eso, Eduardo, no es eso, seguro que le ha ocurrido algo, no puede ser que a esta hora sigamos sin saber nada, Lauro siempre ...
-Mirá, Luisa --dijo el señor Botto--, fijate cómo mueve, la mano y también el brazo, primera vez que mueve el brazo, Luisa, a lo mejor ...
-Pero si es peor que antes, Eduardo, no te das cuenta de que sigue con las alucinaciones, que se está como defendiendo de ... Hágale algo, Rosa, no la deje así, yo vaya llamar a los Romero que a lo mejor tienen noticias, la chica estudiaba con Lauro, por favor pón­gale una inyección, Rosa, ya vuelvo, o mejor llamá vos, Eduardo, pre­guntales, andá en seguida.
En la sala el señor Botto empezó a discar y se paró, colgó el tubo. Capaz que justamente Lauro, qué iban a saber los Romero de Lauro, mejor esperar otro poco. Raimondi no llegaba, lo habrían ataja­do[36] en la esquina, estaría dando explicaciones, Rosa no podía dade otra inyección a Mecha, era un calmante demasiado fuerte, mejor esperar hasta que llegara el doctor. Inclinada sobre Mecha, apartándole el pelo que le tapaba los ojos inútiles, doña Luisa empezó a tambalearse[37], Rosa tuvo el tiempo justo para acercade una silla, ayudada a sentarse como un peso muerto. La sirena crecía viniendo del lado de Gaona cuando Mecha abrió los párpados, los ojos velados por la tela que se había ido depositando durante semanas se fijaron en un punto del cielo raso, deri­varon lentamente hasta la cara de doña Luisa que gritaba, que se apreta­ba el pecho con las manos y gritaba. Rosa luchó por alejarla, llamando desesperada al señor Botto que ahora llegaba y se quedaba inmóvil a los pies de la cama mirando a Mecha, todo como concentrado en los ojos de Mecha que pasaban poco a poco de doña Luisa al señor Botto, de la enfermera al cielo raso, las manos de Mecha subiendo lentamente por la cintura, resbalando para juntarse en lo alto, el cuerpo estremeciéndo­se en un espasmo porque acaso sus oídos escuchaban ahora la multipli­cación de las sirenas, los golpes en la puerta que hacían temblar la casa, los gritos de mando y el crujido de la madera astillándose[38] después de la ráfaga de ametralladora, los alaridos de doña Luisa, el envión[39] de los cuerpos entrando en montón, todo como a tiempo para el despertar de Mecha, todo tan a tiempo para que terminara la pesadilla y Mecha pudiera volver por fin a la realidad, a la hermosa vida.



[1] Estado de coma. Sopor profundo causado por ciertas enfermedades graves, con pérdida de la consciencia, la sensibilidad y la capacidad de movimiento, pero manteniendo las funciones circulatoria y respiratória.
[2] Flaquita: delgada (skinny)
[3] Aplastada: caída, vencida (crush)
[4] Chiste: dicho gracioso (joke)
[5] Plumero: utensilio para sacar el polvo (feather duster)
[6] Apagón: interrupción eléctrica (blackout)
[7] Cenicienta: color ceniza (gray)
[8] Llanto: lágrimas y sollozos. Llorar. (weeping)
[9] Imprecaciones: maldiciones, insultos (curse)
[10] Tejer: hacer punto a mano (knit)
[11] Termómetro: instrumento para medir la fiebre (thermometer)
[12] Tiros: disparo de arma (gunshot)
[13] Enogerse de hombros: levantar los hombros. Mostrar resignación. (shoulder).
[14] Temblor: movimiento rápido del cuerpo, frío o miedo. (shaking).
[15] Crispación: irritación, enojo (tension)
[16] Rezar: orar, pedir a Dios. (pray)
[17] Penoso: que aflige, que da tristeza. (awful).
[18] Ir a  parar: terminar. (get to).
[19] Evasiva: rodeo, para evadir una dificultad (excuse).
[20] Velador: lámpara (bedside light).
[21] Almacén: tienda de comestibles (grocery store).
[22] Pieza: habitación.
[23] Párpado: piel que cubre el ojo (eyelid).
[24] Parientes: familiares. (relatives).
[25] Sonda: aparato médico (catheter).
[26] Presión: presión arterial (blood presure).
[27] Agujero: hoyo. (hole).
[28] Tomar el pelo: hacer una broma (trick).
[29] Sábanas: tela para la cama (sheet).
[30] Asomarse: aparecer, surgir (appear).
[31] Ametralladora: arma de fuego continuo (machine gun).
[32] Martillero: persona que coordina la venta en un remate o subasta pública. (auctioner).
[33] Pibe: muchacho (boy).
[34] Ubicar: hallar, encontrar (find).
[35] Chapa: matrícula del automóvil (car plate).
[36] Atajar: cortar, interrumpir (stop).
[37] Tambalearse: moverse de un lado a otro, poco equilibrio (stagger)
[38] Astillarse: romperse, hacerse pedazos (splinter).
[39] Envión: empujón (push).


Identificá en el texto la respuesta a las siguientes preguntas.

1.      ¿Qué le pasa a Mecha? ¿Qué síntomas tiene?
2.      ¿Cómo se compone la familia de Mecha?
3.      ¿Cómo describirías a Mecha? (físicamente y su personalidad).
4.      ¿Cómo era la relación entre Mecha y Lauro?
5.      ¿Cuándo se dieron cuenta de las pesadillas de Mecha? ¿Qué hecho del mundo exterior se relaciona con ellas?
6.      En la segunda noche del relato, Lauro llega tarde nuevamente. ¿Cómo reacciona su padre?
7.      Mientras el estado de Mecha es siempre el mismo, los hábitos de Lauro cambian; ¿cómo es ese cambio?
8.      ¿Mecha sufre a pesar de estar en coma? ¿Qué piensan sus padres? ¿Y el médico?
9.      ¿Qué le pasó a Lauro? ¿Y a Mecha?
10.  ¿De qué manera el mundo exterior se mete en la casa? ¿Cómo afecta a los distintos personajes?